Paseaba hace unos días bajo el calor de una de estas sofocantes tardes de agosto... aquí, aquí parece que se mueva un poco de airecillo. Me siento en este banco a disfrutarlo.
Estando allí observo lo que comienza a suceder unos metros más allá. Llega una persona, un supuestamente sin techo, llevando de las manos una bicicleta con una rueda pinchada y se detiene frente a uno de los contenedores que suelen estar dispuestos en diferentes lugares de las poblaciones destinados a recibir ropa usada. Rebusca y saca del interior varios pantalones desechando lo demás que encuentra. Lleva puesto un bañador. Comienza a probarse. Y después de mucho o poco probar, según se quiera ver, parece que decide que nada de aquello es de su agrado. Se marcha dejando las ropas en el suelo.
Al poco aparece otro de intenciones similares al anterior, se prueba unos pantalones, no le gustan, se prueba los siguientes y le satisfacen pues se va con ellos puestos.
Minutos después regresa quien había estado hurgando primeramente y mira en el suelo en donde había dejado las prendas, rebusca entre ellas pero ya no está el pantalón que, al parecer, le apetecía. El buen hombre, bicicleta en mano y disgusto en las muecas, se va. Poco a poco desaparece de mi horizonte.
Me recordó lo de Calderón de la Barca, en La vida es sueño:
Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro, entre sí decía,
más pobre y triste que yo?;
y cuando el rostro volvió
halló la respuesta, viendo
que otro sabio iba cogiendo
las hierbas que él arrojó.
Quejoso de mi fortuna
yo en este mundo vivía,
y cuando entre mí decía:
¿habrá otra persona alguna
de suerte más importuna?
Piadoso me has respondido.
Pues, volviendo a mi sentido,
hallo que las penas mías,
para hacerlas tú alegrías,
las hubieras recogido.
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